Del amor al odio...

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30 enero, 2008

¡ERES CABRO!!!! 1ra parte

Publicadas por Juan Diego 132 comentarios
¡Eres cabro! barbotó en mi cara cierta vez un melenudo y desgraciadito compañero de colegio. Lo odié en ese momento, quise hacerlo polvo con mis propias manos, pisarlo... Que te digan cabro a los catorce años si en realidad eres cabro (osea, gay a la peruana), puede ser terrible si es que no quieres que nadie sepa que eres cabro. Si eres medianamente feliz siendo cabrito (cabro adolescente) tal vez no te moleste tanto la palabrita, aunque dependerá mucho del tono que usaron al decírtelo. Sin embargo, si eres un cabro que sabe que es cabro y que siempre va a ser cabro pero no quiere que nadie sepa que es cabro y si lo saben o lo notan que no se lo recuerden, puede reventarte las pelotas tanto como a mí aquella vez...

Cogí al melenudo de la solapa y le propiné dos puñetes que jamás olvidó. El labio inferior reventado y sangrante, y la cara color fresa producto de la vergüenza de haber sido golpeado por el cabro o por el supuestamente cabro o por el recientemente descubierto como cabro, llevaban el honor del pelucón a colindar con la cabrería que me había señalado...

Nos separaron rápidamente. El golpeado escupía rojo mientras gritaba voz en cuello que iba a matarme, osea, mataría al cabro. Demás está decir que en su berrinche post-golpiza me llamó cabro unas treinta veces más. Sonreí triunfante, miré desafiante alrededor y salí del círculo de pelea que se había formado caminado como Django en el oeste luego de matar a quince desadaptados. Los compañeros de clase me miraron de soslayo. Este huevón, sí que se las trae, diría después el melenudo...

Pero lo único que yo traía, era purita confusión sazonada con altas dósis de culpa adolescente, y aunque para algunos, como el melenudo, era un pobre y triste cabro, solo era un adolescente huevoncito que rezaba como loco todas las noches para que la virgencita buena le hiciera el milagro de no ser cabrito y si iba ser cabrito que sea un cabrito asolapado casi transparente o, en el peor de los casos, un cabrito guapo y con jale para no parecerme a mi primo Pepe, cabro y adulto, feo y solitario.

Me paré frente al espejo mil veces tratando de analizar minuciosamente cada uno de mis movimientos, procurando encontrar en qué momento se me chispoteaba la mariconada. No sé si mi juicio era sesgado, pero jamás me descubrí algún movimiento 'raro'. Pasé a convertirme en maniaco del espejo. Me observaba todo el día buscando gestos que me permitieran vislumbrar mi potencial cabrería. Nunca me vi amaneramiento alguno.

¿Porqué me llamó cabro el melenudo? Me llamó cabro porque los adolescentes peruanos se insultan así para joderse la paciencia, para bajarse la moral. Pero la mayoría no lo toma en serio porque no es cabro. Pero como este servidor si era cabro, sí es cabro, sintió que el ¡cabroooo! que salió de la boca del pelucón no era broma cotidiana dicha con febril deseo de joder y nada más, sino, la sintió como insulto, como un remezón a sus posibles derechos homosexuales, como un baldazo de agua fría a su intimidad muy bien cuidada, y en cada puñetazo que lanzó, saliò a relucir el cabro guerrero que todos los cabros llevamos dentro, esa mezcla de superhéroe y loco sensible que siente que todos lo señalan.

Carajo, no era fácil saberte cabro y saber, además, que no te disgustaba tanto serlo, pero que hubiera sido mejor no complicarse la vida y ser como el melenudo y su corte, como papá y mi hermano mayor, como el hijo del vecino que era un pendejito conquistador de hembritas arrechonas. Pero, no, Juan Dieguito tuvo que salir cabroooo, tuvo que sentir desde chiquito que no le iban las hembritas para nada y que cualquier chiquillo rico que se meneara cerca suyo atraía su mirada y despertaba su lujuria. Supo Juan Dieguito, que su mamá le decía que lo amaba como a nadie en el mundo, pero no lo iba a amar tanto si es que lo sabía cabro, y aunque no era tan feo ser cabro porque los hombres pueden ser deliciosos y complacientes, es horrible que tu mamita no te ame para siempre. Y, es feo que tu papá anhele que seas su fiel reflejo de hombría, y no es que a ti te falte hombría, no obstante, el concepto de hombría que él maneja en sus anhelos, poco tiene que ver con la hombría que se necesita para ser cabro y asumir la vida. Y, si ser cabro era parecerce a la 'Gommy', la peluquera del barrio, esmirriada alma de cabellos amarillos y tetas de tela, ser cabro era terrible. El precio de un hombre en tus brazos era altísimo. Motivo por el cual, valía la pena rezar para curarte, porque debía ser una enfermedad este deseo que empieza al fondo del alma, brota en tus ojos y se reprime en tu boca.

Meses despúes, cumplí quince años. Ya asomaban por mi cara una suerte de mostacho medio traslúcido y ligeros visos de acné que transtornaban mi paciencia y columpiaban mi ego.

Mi fiesta de cumpleaños fue linda. Me sentí amado, querido, mimado, hombrecito con cuasi bigote de mariachi hijito de una mamita que no paraba de decirle que lo amaba con locura y que lo iba a amar siempre pase lo que pase. Entre mis invitados estaban Carlitos, Manuelicho y Sandrito, mis patas del alma, inseparables compañeros del basquet y de las tertulias cinematográficas. Nos conocìamos de siempre, de toda la vida, desde primer grado de primaria. Pero con Sandrito nos conocíamos un poco más, mucho más...

Él era mi vecino. Su mamá fue compañera de colegio de mi mamá, su papá, íntimo amigo del fútbol de mi papá, y yo, su pequeño amante desde que teníamos diez años. Sí, Sandro Meléndez y yo nos acostábamos desde chibolos. Con él supe que tenía esa rara "enfermedad" llamada científicamente homosexualidad. Con él supe que era 'cabrito' y durante cada encuentro, que no era tan malo serlo. Claro está, lo que hacíamos era nuestro secreto, prohibido y rico secreto que nos llevaba a obviar el cariño y la familiaridad que nos rodeaba. Eramos amigos, patitas que cierto día de verano, a los diez años, se miraron fijamente y se virolearon hasta besarse.

La familia de Sandrito tenía una bodega a metros de mi casa. Yo casi vivía allí, era un hijo más que, cuando los señores Meléndez se atoraban de compradores, subía al segundo piso y le hacía el sexo a su pequeño potoncito. En otras ocasiones, cuando no había nadie en mi casa, Sandrito cogía sus cuadernos oportunamente e iba a hacer la tarea conmigo. Hicimos tareas por años, aprendimos a besar, seducirnos, pachamanquearnos de lo lindo. ¡Cabros! nos hubieran llamado el melenudo y su corte. Y, Carlitos y Manuelicho nos hubieran desterrado al olvido.

Una de esas tardes, una tarde de abril, específicamente, fui a redactar la composición por el día del idioma y subí con Sandro a su cuarto. Lo hicimos. Al terminar, me coloqué boca arriba y, como nunca, le pregunté si se había puesto a pensar que sería de nosotros en unos diez años. ¡Seguiremos haciéndolo! me dijo y se echó sobre mí, desnudo, blanquito, sonriente. Me mordiqueó el cuello originándome cosquillas. Giré la cabeza hacia la puerta intentando liberarme del cosquilleo, cuando al hacerlo, mis ojos se toparon con los ojos fríos, mudos, desconcertados de la Sra. Meléndez. Ella traía el rostro más raro que alguna me han puesto. No era odio, no era pena, no era asco...

¡ Sandro, vístete ! - gritó ella y se alejó del umbral de la puerta con lenta caminata.

No supe que decir. Sandro menos. Él solo secaba sus ojos que habían empezado a llorar...

(continuará... )


JUAN DIEGO
 

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