Del amor al odio...

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¡Regresé!!

Volví a postear después de un año... Comparto con ustedes EL PRINCIPE LLEGÓ...

Fumando espero...

En días simples llego a fumar una docena de cigarros. En días medianamente complejos puedo fumar hasta quince. En días terribles, en esos momentos en que la tensión me devora y ...

09 junio, 2009

FUMANDO ESPERO...

Publicadas por Juan Diego 149 comentarios
En días simples llego a fumar una docena de cigarros. En días medianamente complejos puedo fumar hasta quince. En días terribles, en esos momentos en que la tensión me devora y la presión absorbe cada palmo de mi cuerpo, puedo llegar, sin problemas, a la cajetilla. Lo sé bien, ¡esto es terrible!!

Fumo desde los 18 años y sería inútil recordar el medio millón de veces en que intenté alejarme del vicio condenado. Mi familia, mis amigos, los hombres que se cruzaron por mi vida, los vecinos, los compañeros de trabajo, los metiches, todos han querido quitarme el vicio. Nadie pudo. Yo no pude.

Creo que fumar es una de las actividades mas gays que existen. Nada más gay que disparar el humo poniendo la boca en forma de corazón. Nada más gay que despedir el tizne por la nariz, fruncir el ceño y empapar el ambiente con la tóxica brisa blanquizca. Nada más gay que estirar la manita con el cigarro sostenido poniendo los ojitos cual muñeco vaquero de la publicidad de Marlboro. Siempre he creído que los modelos de Marlboro no pueden ser más maricones…

Empecé a fumar por elemental monería. Me parecía simpático llegar a la universidad cigarrito en mano desplazándome seductor a través de los pasillos. Luego, si algún mozalbete guapetón me miraba como descubriendo cierto gusto en mí, bastaba dar un soplido elegantón poniendo los ojos tipo macho de Marlboro. Será, tal vez, por querer corresponder miradas o intentar buscarlas, que fui encendiendo un cigarrillo tras otro. De pronto fumaba media docena al día…

Trabajé desde muy joven. Apenas siendo oficialmente adulto ya había llenado mi vida de publicidad y de las responsabilidades propias del oficio. Entre estudiar y trabajar los cigarrillos se encendían, la tensión aumentaba y Juan Diego no paraba de fumar.

Llegué a los 21 fumando una cajetilla diaria y sin haber tenido una sola pareja. Solo y sin un amor, el cigarro pasó a ser agradable compañero. Y, aun sabiendo que fumar es dañino para la salud humeaba en lugares públicos y privados sin control. Por ratos para eliminar la tensión, por ratos para corresponder una mirada seductora, por ratos y por absoluta inercia fumaba por fumar, porque fumar era ese escape dulce y envenenado que me permitía sentirme especial, que me acercaba a ser parecido a los modelos de Marlboro…

Entrar a la disco sin cigarrillo en la mano sería un sacrilegio. Encontrarme con un chico guapo en algún punto de la ciudad y no llegar con el chicote encendido y humoso otro sacrilegio. Una noche sin cigarros y sin un lugar para comprarlos, mi peor tortura. Terminar de almorzar y no fumar, un castigo. Tomarme un trago y no fumar, el más grande aburrimiento. Decir (y sentir) que estoy tenso y preocupado y no acudir a mi Marlboro me pondrá peor. Estar más de una hora sin fumar me da más ganas de fumar (por la tensión de no hacerlo). No fumar porque hay bebés o embarazadas cerca me hace odiar a la naturaleza. Escribir, como ahora, y no fumar, imposible…

A veces me siento un apestado. Los no fumadores se escandalizan de mi consumo y me miran con desdén. ¡Echa el humo para allá! ¿Otro cigarro? ¡Te vas a morir pronto! No faltan los que me recuerdan el estado calamitoso en que deben encontrarse mis pulmones o los que me invitan a su casa y me piden no fumar (me voy rápido). Detesto los letreros que recuerdan la ley 25357 que exige no fumar en lugares públicos y siento profundos deseos de ahorcar a Fabián cada vez que me recuerda que como fumador pasivo se envenena más que yo. Y, el día del NO FUMADOR, fumo el doble, me llegan los niños reclamando aire puro y los médicos intentando convencerme que si no paro de retener nicotina me iré de este mundo en unos años más.

Probé con caramelos, chicles, chupetines, oraciones anti-tabaco, mantras de sanación y cierta vez fui condicionado a no tener sexo con alguien si fumaba un cigarro durante la noche. Terminé masturbándome…


Odio que me digan que hacer. Odio que odien algo que me gusta. Odio a aquellos que se preocupan por la salud del mundo pero no reciclan. Odio a los que se preocupan por mí y no me conocen. Odio a esos maricones fingidos que se preocupan por mis pulmones pero tienen el trasero desgarrado. Odio a aquellos que fumaban como chinos en quiebra y hoy no fuman, y se santifican pregonando que ¡ellos pudieron! ¡que dejaron el vicio! e intentan ser un ejemplo para mí y todos los chicos Marlboro. Odio a los que odian el humo, a los que se tapan la nariz, a los que me esquivan cuando vengo disparando hollín. Odio a los que se pierden el placer de exhalar e inhalar un ratito y aún ensuciando sus pulmones ( y los de los fumadores pasivos) sienten la paz de satisfacer un pecado y atentar deliciosamente contra la salud pública y privada…

Me odio un poco hoy porque llegué a la extraña conclusión de que es hora, ya es hora, de dejar de fumar… El lunes empiezo un tratamiento con pastillas patrocinado por un laboratorio norteamericano (cuna de Marlboro) que promete eliminar de mi cerebro el deseo de fumar.

De las pocas cosas fieles que hallé en la vida, una es el cigarro. El lunes empezaré a dejarlo (creo) y tengo una terrible pena por hacerlo. No imagino que sentiré cuando llegue a la disco y el cigarro no esté o cuando un guapo me mire fijamente y Marlboro se haya ido.

Quiero dejarlo y no puedo. Voy a dejarlo y me apeno. Sé que me daña y lo quiero. El cigarro, carajo, es como algunos hombres que se cruzaron por mi vida: dañino pero rico, nocivo pero necesario…

No aplaudan mi decisión ni me halaguen que yo estoy casi llorando de saber que pronto deberé aprender a vivir sin él…

JUAN DIEGO
 

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